Oriol y el caballero de los sueños. (Calendario de adviento: día 6)

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Cada mañana pasaba por su lado, camino del colegio. A Oriol le divertía su aspecto entre vagabundo, espantapájaros y pingüino. Una chistera negra cubría su cabeza, quizás lo que más le llamaba la atención. Siempre tenía alrededor grupos de niños a los que entretenía con trucos de magia bastante elementales, pero la chiquillería se volvía loca con ellos. De los bolsillos de su raída americana salían globos, caramelos y alguna moneda de chocolate. 

Oriol, cada mañana, quería acercarse como los otros niños, pero su madre tiraba de él y se lo llevaba de allí de malos modos. Previniéndole sobre maleantes y vagabundos que aprovechaban el descuido de algunos padres para llevarse a los niños confiados. Y cada mañana Oriol quería decirle a su madre que no tenía de que preocuparse, que el extraño ser que cada mañana divertía a los niños en la plaza era muchas cosas, pero no un maleante y por supuesto nunca haría daño a nadie. Pero tenía que callarse porque no podía explicar cómo sabía todo eso. Porque Oriol veía el mundo como realmente era y no como nos hacían creer que era. Así era capaz de ver el alma de la gente. Y casi nunca coincidía con el aspecto físico de las personas.

Oriol no podría precisar desde cuando tenía esta extraña percepción, este extraño don. Lo que sí tenía muy claro desde siempre es que era el único que lo tenía y que nunca jamás debía hablar de ello, pues la gente lo tomaría por loco o algo peor. La gente temía lo que era diferente sin pararse a pensar más allá de  sus miedos. Pero había descubierto que su don era tremendamente útil para mantenerse alejado de los que no tenían buenas intenciones.

Por eso sabía que el trotamundos de la plaza era una buena persona. De hecho era la mejor de las que había en ese momento en el lugar. Aunque no podía acercarse, cada mañana le saludaba con la mano. Saludo al que el trotamundos correspondía con una sonrisa, quitándose su chistera e inclinando levemente la cabeza. Porque Nicolás, el trotamundos entendía muy bien como se sentía Oriol. También él tenía un don especial y único. Un secreto maravilloso que no podía contar a nadie y que le hacía ir a todos aquellos lugares donde se le necesitara.

Nicolás y su inseparable chistera mágica eran capaces de localizar hasta los más ocultos y remotos sueños de todos los niños. Bueno, no sólo de los niños, también de aquellos adultos que nunca habían dejado de ser niños. Sueños prisioneros en su mayoría. Secuestrados por la gente gris que se alimentaban de la tristeza, la desesperanza y el miedo de la gente, sobre todo de los niños, a los que convencían de que los sueños, la magia y la fantasía no existían para que se volvieran tan grises y tristes como ellos. Nicolás los liberaba, todos esos sueños. Sueños que escapaban libres a través de la chistera, devolviendo algo de esperanza y color y alejando un poco a la gente gris.

Jengibre.

Barcelona, 6 de diciembre de 2020.

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